REFLEXIONES SOBRE LA GUERRA CONTRA IRAK 

 

David Colombo

UNESR

Marzo, 2003

 


 

El 17 de septiembre, 2002, el gobierno de Bush dio a conocer su “Estrategia para la Seguridad Nacional de los Estados Unidos de América”. Hasta ahora, la prensa no ha analizado seriamente este documento tan importante, el cual presenta la justificación política y teórica de la enorme y extraordinaria expansión del militarismo estadounidense, y declara formalmente lo que rige la política de los Estados Unidos: el derecho a usar la fuerza militar en cualquier rincón del mundo, cuando le dé la gana, contra cualquier país que considere amenaza a los intereses estadounidenses o que en cualquier momento se convierta en amenaza. Ningún país de la historia moderna, ni la Alemania nazi durante el apogeo de la locura hitleriana, ha afirmado semejante derecho a la hegemonía mundial, o, para ir al grano, a la conquista mundial.

 

En pocas palabras, el mensaje queda absolutamente claro: El gobierno de los Estados Unidos afirma el derecho a bombardear, invadir y destruir cualquier país que le plazca. Rehusa respetar, desde el punto de vista del derecho internacional, la soberanía de todos los países, y se asigna a sí mismo el derecho a derrocar a cualquier régimen, en cualquier parte del mundo, que le parece o podría tornarse hostil a lo que los Estados Unidos considera son sus intereses vitales. Dirige las amenazas  contra las naciones pequeñas e indefensas, como es el caso de Irak, demostrando ser el ensayo de la belicosidad militar contra la destrucción de “armas de destrucción masiva” (Powell, secretario de estado norteamericano, El Universal.com, 2003). Así mismo, los funcionarios de la ONU señalaron que “hay que desarmar a Irak antes de que sus armas caigan en las manos de grupos de terroristas internacionales, como al-Qaeda, que puedan causar masacres en todo el mundo”. (http://news.bbc.co.uk ).

 

El documento declara con arrogancia que “la estrategia para la seguridad nacional del país se basará en un internacionalismo que se distingue por su americanismo y que refleja la unión de nuestros valores y nuestros intereses nacionales”. Esta fórmula es tan insólita que merece aprenderse de memoria: los valores estadounidenses + los intereses estadounidenses = el internacionalismo puramente estadounidense. ¡Es un internacionalismo único el que proclama que lo que beneficia a los Estados Unidos beneficia al mundo entero!.

 

Al respecto, considero que estos valores no son más que las panaceas anti científicas que la aristocracia estadounidense típicamente promulga, como “el respeto a la propiedad privada”; “los programas pro desarrollo jurídico y reglamentario para fomentar las inversiones, las rentas internas (sobretodo tasas de impuestos marginales más bajas) que mejoran el incentivo para la mano de obra y las inversiones”, entre otros. Todas estos clichés se reafirman en medio de una crisis económica mundial que va empeorando, en que continentes enteros sufren las consecuencias de una economía basada en el mercado libre que ha destruido lo que quedaba de sus infraestructuras sociales y reducido a billones de seres humanos a condiciones de pobreza crítica. En nuestro caso, como país suramericano, laboratorio en el que el Fondo Monetario Internacional felizmente ha puesto en práctica sus experimentos antisociales, aunado la crisis política que nos embarga, está al borde de la desintegración económica.

 

Esta situación catastrófica es consecuencia del sistema capitalista y el régimen instigado por el mercado libre. El documento citado reconoce de paso que “media humanidad vive con menos de $2 al día”, pero, tal como se esperaba, la receta médica del gobierno de Bush consiste en aplicar, de la manera más intensa, los mismos programas económicos que han causado la miseria que existe por todo el mundo.

 

En este sentido, según Weber (1971), puesto que los valores son culturalmente dependientes, la objetividad de la ciencia sólo puede estar garantizada en la medida en que, aunque en las ciencias sociales (y quizá también en otras ciencias) pueda haber referencia a valores, sin embargo no haya nunca juicios de valor, como son las afirmaciones de Powel y los funcionarios de la ONU.

 

Un poco respondiendo la segunda conclusión de su artículo (Padrón, 2003. La Guerra contra Irak..., Intersubjetividad y Ética), según Weber, los juicios de valor (“solipsismo”) deben estar ausentes en el plano científico. Por consiguiente, el observador del mundo (social, natural, histórico) o el científico ha de guiarse por un único valor epistémico: la verdad. Según el mismo autor, puesto que los valores son culturalmente dependientes, la objetividad de la ciencia sólo puede estar garantizada en la medida en que pueda haber referencia a valores, y sin embargo no haya nunca juicios de valor. Es posible estudiar empíricamente las evaluaciones que hacen los científicos, e incluso analizar cuáles son los valores subyacentes a las mismas, remontándose incluso hasta los valores últimos, pero los científicos no pueden proyectar sus respectivos sistemas de valores al estudio empírico de la realidad. En sus escritos, el hombre de ciencia:

 

“Debe indicar claramente a los lectores dónde y cuándo termina la investigación científica y dónde y cuándo comienza a hablar el hombre de voluntad, es decir, debe indicar en qué momento los argumentos se dirigen al entendimiento y cuándo al sentimiento. La confusión permanente entre la discusión científica de los hechos y el razonamiento axiológico es una de las peculiaridades más nefastas y más frecuentes en los trabajos de nuestra especialidad” (M. Weber, Essais sus la théorie de la science, Paris: Plon, 1992, p. 132)

 

La ciencia no sólo es un acervo de conocimientos acumulados y un conjunto de métodos conforme a los cuales se logra ese conocimiento, sino que también incluye una serie de prácticas sociales o comunitarias que están regidas por normas, valores, prescripciones y referencias. Además de una Epistemología y una Metodología, la Filosofía de la ciencia debe de incluir una Axiología de la ciencia, en la medida en que quiera aproximarse a la práctica científica real. De hecho, la práctica científica está determinada por reglas obligatorias:

“Las normas de la ciencia poseen una justificación metodológica, pero son obligatorias, no sólo porque constituyen un procedimiento eficiente, sino también porque se las cree correctas y buenas. Son prescripciones morales tanto como técnicas” (La sociología de la ciencia, II, p. 359)

 

Ahora bien, para Habermas (1991), cuando argumentamos, como en el caso del secretario de USA y los inspectores de la ONU, deberíamos cumplir con el acto de demanda de validez y exigimos al otro o bien oponerse o bien corroborar. Las demandas de validez forman parte de la autoconciencia argumentativa y a la vez, el citado autor señala que estos presupuestos sean demostrados experimentalmente en la medida que sea posible. Pero si uno somete a prueba estos presupuestos, que son condición de posibilidad de la argumentación y de la puesta a prueba, deben ser falseables ellos mismos. Se daría entonces la siguiente situación: serían falseables y al mismo tiempo presupuestos en la falsabilidad.

 

Es preciso señalar la distinción entre hechos y valores y de la diferenciación correspondiente entre afirmaciones de hecho y juicios de valor.  Estas distinciones aparecen es el Tractatus Logico-Philosophicus.

 

En el Tractatus se distingue entre las proposiciones y el resto de los términos. Los primeros se caracterizan por describir estados de cosas (atribuyen una cierta propiedad a un objeto o afirman la existencia de una cierta relación entre dos o más objetos). Sólo de las proposiciones cabe decir que tienen algún valor de verdad, que son verdaderas o falsas. Algunas describen estados de cosas posibles que no se dan, sin embargo, en la realidad, lo que las convierte en falsas. En cambio, aquellas otras proposiciones que describen estados de cosas reales, o hechos del mundo, son verdaderas, y la totalidad de las proposiciones verdaderas constituye la ciencia natural. Por otro lado, aquellos términos que no describen estados de cosas ni tienen valor de verdad no poseen significado alguno; tampoco merecen la denominación de “proposiciones” y no pertenecen, en sentido estricto, al lenguaje. A este grupo pertenecen, además de las expresiones metafísicas, los juicios de valor, entre los que el propio Wittgenstein destaca los de la ética. La razón de que estos juicios no puedan describir el mundo (y, por tanto, carezcan de significado) es que “en el mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor” (Tractatus Logico-Philosophicus, 6.41)

 

Esta concepción del lenguaje y del significado proporciona, al mismo tiempo, una concepción general de la justificación de las proposiciones científicas, de acuerdo con la cual la ciencia tiene que responder únicamente ante dos situaciones: el mundo o realidad, que determina la verdad o falsedad de las proposiciones elementales, y la lógica, cuyas reglas nos permiten enjuiciar la verdad o falsedad de las proposiciones complejas elaboradas a partir de esas proposiciones elementales. Las situaciones citadas pueden identificarse, respectivamente, con los requisitos de correspondencia con la realidad y de consistencia interna de las afirmaciones de la ciencia. Un corolario de esta forma de ver la ciencia es que un científico honesto y responsable no debería permitir que compromisos distintos de los dos requisitos mencionados interfirieran en la construcción de su descripción del mundo. En particular, el científico meticuloso debería evitar la inclusión de preferencias personales, inclinaciones morales o políticas y, en general, de valores de cualquier clase.

 

La actividad de la ciencia debe ser entendida como intersubjetividad. Ahora bien, esta intersubjetividad no es reducible en absoluto a los procesos de consenso y de construcción de hechos (o de lenguajes) que estudian los sociólogos del conocimiento. En el caso de Popper se trata de una intersubjetividad transcultural y transhistórica.

 

El “ethos” de la ciencia, tal y como lo concibió Popper (1987), conduce rápidamente a vincular la actividad científica con las formas políticas e institucionales de la sociedad concreta en donde la ciencia se elabora: “en último término, el progreso depende en gran medida de factores políticos, de instituciones políticas que salvaguarden la libertad de pensamiento: de la democracia” (p. 170).

 

La axiología de la ciencia subyacente a la teoría popperiana del objetivo de la ciencia nos muestra nuevos valores, que él considera fundamentales para el desarrollo de la actividad científica: por ejemplo la libertad de pensamiento y la libertad de crítica, coincidiendo con lo que expresa el Dr. Padrón: “la Ciencia y la Academia no pueden progresar sin la Crítica”. Sin embargo, ello no equivale a decir que la democracia y la libertad sean condiciones necesarias para que haya ciencia; pero, la ciencia siempre ha florecido en mayor medida cuando los regímenes imperantes en las sociedades correspondientes han sido democráticos. A pesar de que la ciencia es una actividad regulada y normada, la posibilidad de criticar y de mejorar dichas reglas siempre debe de estar abierta. Para ello, es importante fomentar la objetividad y la imparcialidad científica; por ejemplo, los laboratorios, las publicaciones científicas, los congresos. Este aspecto del método científico nos muestra lo que puede lograrse mediante instituciones ideadas para hacer posible el control público y mediante la expresión abierta de la opinión pública, aun cuando ésta se limite a un círculo de especialistas.

 

Como conclusión de la teoría axiológica citaré a Popper:

 

“La ciencia es el resultado directo del más humano de los esfuerzos humanos, el de liberarnos … La ciencia no tiene autoridad. No es el producto mágico de lo dado, los datos, las observaciones. No es un evangelio de verdad. Es el resultado de nuestros propios esfuerzos y errores. Somos usted y yo los que hacemos la ciencia lo mejor que podemos. Somos usted y yo lo que somos responsables de ella … La bomba atómica (y posiblemente también el llamado “uso pacífico de la energía nuclear” cuyas consecuencias pueden ser incluso peores a largo plazo) nos ha mostrado, pienso yo, la superficialidad del culto a la ciencia como un “instrumento” de nuestro “dominio de la naturaleza”: nos ha mostrado que este dominio, este control, es capaz de autodestruirse y es más capaz de esclavizarnos que de hacernos libres, si no nos elimina por completo. Y aunque merece la pena morir por el conocimiento, no merece la pena morir por el poder … Todo esto puede estar muy trillado. Pero hay que decirlo de vez en cuando. La Primera Guerra Mundial no sólo destruyó la república del saber; estuvo a punto de destruir la ciencia y la tradición del racionalismo, porque hizo a la ciencia técnica, instrumental. Llevó a una especialización creciente y apartó de la ciencia a quienes tendrían que ser sus verdaderos usuarios: el aficionado, el amante de la sabiduría, el ciudadano corriente, responsable, que tiene un deseo de saber. Todo esto empeoró mucho con la Segunda Guerra Mundial y la bomba. Por eso hay que volver a decir estas cosas. Porque nuestras democracias atlánticas no pueden vivir sin ciencia. Su principio fundamental –aparte de ayudar a reducir el sufrimiento– es la verdad (Popper, p. 300).

 

Lo esencial es buscar un cierto equilibrio, que simplemente será dinámico, entre las diversas tentativas de realización de esos valores que los científicos pueden llevar a cabo a través de sus investigaciones y de sus propuestas teóricas. La ciencia no tiene un objetivo único del tipo “aproximarse a la verdad”, “conocer el mundo natural”, “resolver problemas”, etc. La actividad científica está regida en el contexto de investigación por una pluralidad de valores.

 

La cuestión del valor de la ciencia puede dividirse en dos: 1) por una lado, podemos considerar la empresa científica como un todo (en sus distintos aspectos) de acuerdo con el valor o desvalor que produzca, lo cual se refiere al efecto de la ciencia sobre la vida nacional, la economía, la política, la paz y la guerra, y todos los aspectos de la vida y la supervivencia humana, a los que tan estrechamente está unida; 2) por otra parte, podemos estudiar de qué manera la misma actividad del trabajo científico genera ciertas normas valorativas referentes a la verdad, la conducta correcta y la satisfacción colectiva.

 

Y, en la medida en que también esta actitud tiene sus raíces en la práctica antihumana de algunos científicos que, como los médicos nazis, olvidaron que eran seres humanos, compromete todo el punto de vista de una ética científica.

 

En este sentido, Cohen ( en: http://perso.wanadoo.es/angeljes/43/43.htm) afirma:

“La verdad es amarga. La ciencia ya no es el esclarecedor aliado del progreso humano que antaño parecía ser, y el hombre humanitario contemplará con cautela todo modelo de orden social científicamente racionalizado, una devoción excesivamente estricta a los hechos, y un enfoque de los recursos intelectuales demasiado centrado sobre los propios campos técnicos que han permitido la mecanización de la vida y la cultura humanas … Volvemos a darnos cuenta que la ciencia es moralmente neutral: no ha sido automáticamente una fuerza a favor del bien … Además, la aplicación de la ciencia al estudio de la sociedad y de la historia no es garantía de un compromiso humanitario en la comunidad científica, ni de una sabiduría moral dentro del conocimiento científico”.

 

La relación entre el conocimiento científico y el uso de ese conocimiento para fines humanitarios nos plantea la cuestión práctica de la relación entre los hechos y los valores. Según algunos punto de vistas, la ciencia es conocimiento de hechos, que sólo sirve como instrumento para el logro de fines, mientras que la elección de los fines a lograr no pertenece al dominio del científico, sino al del moralista, del artista o del ciudadano: cuando el científico hace juicios valorativos, se quita el sombrero de científico y se pone el de moralista, o el de ciudadano. La relación entre medios y fines orientaría así la relación entre la ciencia y los valores hacia lo que parece ser una dicotomía entre conocimiento cognoscitivo y juicio valorativo; y, de acuerdo con esta tesis, cuando el científico tiene puesto su sombrero de investigador no es más que el realizador de unos fines elegidos, o el crítico de la posibilidad de su realización; lo que le compete es la verdad y la validez de los conocimientos, así como su utilización como un instrumento; pero cómo y si no son lo mismo por qué (en el sentido de razones para elegir esta o aquella meta).

 

Es por ello, que el pensamiento comunicativo es una forma de razonar a partir de una lógica sustentanda en las intersubjetividades. La intersubjetividad es el resultado de las condiciones materiales y simbólicas de vida expresadas en un proceso de incorporación/objetivación de capitales (Byrd y Juárez, 1996). Define en última instancia la posición de los agentes puesta en juego en la interacción donde se proyectan las distancias sociales y las asimilaciones/acomodaciones están inmersas en negociaciones de significados y sentidos.

 

REFERENCIAS

 

Byrd, A. y Juárez D. (1996) Apuntes para una perspectiva ecológica de la comunicación y la tecnología. Ponencia presentada en el seminario "Tecnologías y sus alternativas al servicio de la sociedad". La Habana, Cuba.

 

Popper, K. (1987). La miseria del historicismo. Madrid: Alianza.

Popper, K. (1985). Realismo y el objetivo de la ciencia. Madrid: Tecnos.

http://www.eluniversal.com/2003/02/05/05022003_45115.html

 

http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/forums/newsid_2702000/2702097.stm

 

Habermas J. (1991). Conciencia moral y acción comunicativa. España: Ed. Península.

 

http://perso.wanadoo.es/angeljes/43/43.htm

Weber, M. (1971). Sobre la teoría de las ciencias sociales. Barcelona: Península.